domingo, 5 de febrero de 2012

Una tarde de verano.

Y poco a poco esa pequeña sonrisa que se escondía en la comisura de mis labios salió a la luz, y se convirtió en una sonrisa y una gran carcajada, de esas que empiezan en los labios y acaban en los ojos. Porque cuando los miré, me di cuenta de que eran lo mejor que me había pasado en la vida, de que nada podría conmigo si estaba con ellos.
Y mientras el sol se escondía y aparecía la noche, una noche que prometía ser de lo más tranquila, yo cerraba los ojos tumbada en el banco mientras la dulce brisa de verano, hacía que mi pelo me acariciara la cara. Yo sabía perfectamente que con ellos, nada podía ser tranquilo, que todos juntos éramos un remolino imparable, que aunque el sol se escondiera, el día todavía no había ni empezado para nosotros. Y todos, decidieron hacer lo mismo que yo, nos tumbamos en el banco a mirar el cielo, a esperar que en una de nuestras cabezas se cociera una gran locura, algo para acabar de rematar el día.
Porque cuando acabara el día, todos volverímos a nuestras a casas, como si nada hubiera pasado, como buenos niños que nunca se meten en problemas; llegaríamos a casa, y mientras nuestros padres nos preguntarían que tal el día, nosotros sonreiríamos y explicaríamos que nos lo habíamos pasado muy bien, reservánodonos todo lo que había pasado aquel día para nosotros. Porque si los padres de verdad lo supieran todo, no nos dejarían salir de casa solos. ¿Verdad?
Porque para mi, esa es la felicidad, porque cuando estoy con mis amigos, puedo tocar el cielo, soy feliz. Las pequeñas cosas son las que de verdad debes apreciar.

   
La vida es un viaje loco, y nada está garantizado.

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